Cuando Delia comenzó a trabajar en la salita como enfermera, no sabia nada del destino, de las causalidades, ni de los lazos que la vida teje entre las almas que se eligen más allá del cielo, para venir a crecer juntas a esta Tierra.
Era una noche cálida de verano. Golpeó la puerta con los nudillos y le abrieron unos ojos profundos que se apartaron para dejarla entrar. En la oscuridad de un rincón se oía un gemido pequeño, como el maullido de los gatos recién nacidos llamando a su mamá.
En ese mundo donde el verano es sinónimo de manguera en la calle, y el invierno, el frío de unos pies descalzos, Delia escuchó alguna vez la expresión "época de vacas flacas". Pero no le parecía dura. Porque también encierra la esperanza de algo temporario, de que, finalmente, habría otras "épocas de vacas gordas".
Duro le parecía, cada vez que recorría el barrio, comprender que ese era un "lugar de perros flacos".
Los lugares de perros flacos son algo que no tiene remedio.
En los barrios donde el hambre y el frío azotan, siempre hay una boca más para alimentar. Y siempre aparece en alguna esquina un perro flaco, de la calle, y de todos, al que no se le puede negar un hueso, porque está... Como ellos, como el paisaje... Y va a seguir estando. Porque ser flaco y morirse de ganas de todo, lo hace a uno tan fuerte, que algún loco llega a creerse invulnerable y desafía a la muerte a esos duelos que a la larga pierde.
Lugar de perros flacos, el barrio.
Lugar de muchos, lugar de panzas jóvenes, de niñas-madre. No porque no les hayan enseñado a cuidarse, sino porque en los lugares donde la muerte suele decir "presente" sin haberla llamado, la mayor alegría y la esperanza, es una nueva vida engendrada en la cama y en el sexo y en el amor y en el deseo de renacer, como sea, en algún abrazo.
En los lugares de perros flacos, y panzas jóvenes, y montañas de basura en la esquina, no hace falta hablar, porque uno aprende a mirar y saber, comprender lo que pasó y lo que va a venir, sin decir ni hacer preguntas.
Como le sucedió a Delia, cuando vio la casa a oscuras, el hombre con expresión desencajada , la ropa desparramada, y el gemido-maullido, que no era un gato, era una bebé buscando a una mamá que no estaba ni estaría, porque se escapó de los golpes y las idas y vueltas de la muerte y la vida.
La levantó de su cunita, y en ese segundo Delia comprendió lo que a muchos les lleva tanto estudio espiritual: nadie escapa de las telarañas que tejen las almas más allá de este mundo. Y nada, absolutamente nada, ocurre por casualidad.
ROXANA LAURA RONQUILLO