No soy católica. Nací católica, en una familia que besaba más a los santos que a las personas, y que hoy se queja de los adoctrinamientos.
Pero siempre fui la rara, la oveja negra. Y las contradicciones e hipocresías de las iglesias, me alejaron de toda posibilidad, de cada intento de acercamiento.
Siempre tuve la necesidad de profundizar, de encontrar un sentido más allá de las creencias y símbolos sociales. De buscar lo que les diera vida a las palabras.
Eran las 15:10 y mi micro salía a las 16:10. La terminal estaba casi vacía y miré, aburrida, a la gente que me rodeaba. Escribí un poco en el celular, leí un rato. Siempre el sentido. Siempre.
Una mujer llegó con tres chiquitos y se sentó a mi izquierda.
Y dos mujeres, con cinco chiquitos más, a mí derecha.
El colectivo no venía y las infancias corrían inquietas, sin alejarse mucho.
La nena de la izquierda metía su cabeza en los maceteros, intentando sentir el aroma de las flores.
El nene de la izquierda, el mayor, se acomodaba resignado sus anteojos, mientras el más pequeño, la cabeza mota de rulitos, saltaba y corría, pura sonrisa.
A la derecha, la más grande de las nenas (unos seis años) parecía entre enojada y triste por una discusión con los más pequeños.
- Vení, escuchame... - oí que le decía su mamá. Su voz sonaba suave entre la gritería infantil.
- Ya viene el colectivo. Y vamos a ir donde te dije, donde está el castillo de la virgen.
A la nena se le encendieron los ojos y la miró con entusiasmo.
- Es un súper castillo, y es hermoso. Ya lo vas a ver.
La nena la abrazo sonriendo.
Y así fue como me amigué con la virgen. No por la imagen, ni por la estampita, ni la estatua.
Por el amor con que una madre le contaba a su hija el viaje a Luján que harían.
Su voz, su mirada, eso era el amor. La visita al "súper castillo de la virgen", solo era la excusa para la posibilidad de expresarlo.
A veces, pequeños actos de amor nos amigan con aquello de lo que nos distanciamos. Solo el amor es capaz de reconstruir el sentido dentro de las vacuidad de las creencias.