domingo, 13 de agosto de 2023

Hace unos años (muchos), creía que “la educación hace la diferencia”. La educación podía darle herramientas a quien la vida se las había negado. Si bien cierto, no dejaba de contener cierta ingenuidad, propia de una vida nacida en un entorno cultural de clase media con “movilidad social ascendente” (y descendente), con algún dejo europeizante proveniente de bisabuelos italianos y españoles, y de las escuelas (privadas subvencionadas) a las que asistí hasta mi mayoría de edad.

La curiosidad mató al gato y, en mi caso, mató mi pertenencia a un cómodo mundo nacido en clases medias-bajas, con aspiraciones de pertenencia a oligarquías. Pertenencia que era posible lograr a través de dos vías: la económica o la intelectual.

Lo triste es que descubrí que mientras lo económico es inalcanzable si se acompaña de convicciones, lo intelectual separa de la chatura necesaria para ser parte del engranaje del comercio globalizado.

Así fue como mi curiosidad me volvió paria.

No sé si es bueno o malo ser paria en un mundo enfermo. Pero conocer a otros parias, da cuenta que “la pariedad” tiene un camino común.

Lo sufrís.

Lo luchás.

Intentás la integración a toda costa (aún a costa de vos mism@). Cada intento, genera una nueva separación y un nuevo sufrimiento.

Finalmente, lo aceptás. (Lo acepté).

Como paria, me integré (a medias) en distintos lugares, espacios, sectores, en los que descubrí que nada nos integra del todo, y que todos somos parias buscando incansablemente “nuestro lugar”.

También descubrí que “la búsqueda de nuestro lugar” es una utopía inalcanzable y falsa: “nuestro lugar” no es un puerto al que llegar, existente antes y después de nosotr@s. Es la construcción plural, diversa, compleja y complicada de nuestro día a día.

Triste, también. Porque mis amig@s-parias no son capaces de convivir dos horas en la misma habitación sin mostrar los dientes como perros desconfiados.

Y sí, amar las diferencias también tiene su talón de Aquiles: a veces, las diferencias lo ahogan a uno y es necesario volver hacia adentro, para re-pensar, re-dimensionar el mundo. Y regresar en una versión evolucionada de uno mismo. Esa versión mejorada de uno, es la que permite integrar la tristeza y la felicidad, y todos los opuestos aparentes,  como parte necesaria de la vida, del camino.

El encuentro de ese punto de equilibrio que no proviene de la muerte, sino del vaivén constante que es la vida.

Mi psicóloga lo llamó “madurez” y me dio el alta. Aunque a veces, mi niña interior llama, grita, llora o reclama. O busca, en el hueco emocional de la no-pertenencia algo a qué aferrarse para pertenecer.

Cuando miro hacia atrás, hasta lo más oscuro tiene escondida una sonrisa.

Y cuando miro adelante, no hay nada. Como en ese sueño en el que todo era neblina y yo, perdida y asustada, buscaba “ver”.

Después, pude ver que “ver” no necesariamente implica la claridad de un horizonte. A veces, es una continuidad confusa de imágenes, sentimientos y razones, con las que hay que aprender a convivir, y procesar rápido, para “hacer”. Para accionar con la coherencia ineludible.

Sí, es incómodo, a veces.

Sí, es probable equivocarse, fallar, tropezar infinitamente con la misma o con distintas piedras.

Infinitamente también somos capaces de levantarnos.

Aunque algunos no lo sepan y queden caídos en el camino.

Somos resilientes, y la resiliencia, en un mundo crudo y duro, es una de las armas más poderosas del ser humano.

Ser paria también te enseña a ser resiliente.

Descubrir que no siempre la posición es la felicidad. Entender que la pertenencia a costa del recorte, nos limita. Y que la soberbia que acompaña a “la pariedad” nos impide bajar la guardia e integrarnos en algo mayor y mejor.

Todo se construye y se deshace en el ahora. El conocimiento nos permite entenderlo. Pero a veces, hay que buscar detrás de ese conocimiento al editor que lo publica. Y muchas, las más de las veces, pararse del otro lado y debatirlo. Aplicarlo en la vida cotidiana. Cuestionarlo. Ir por el otro lado para ver qué hay del otro lado. Para, finalmente, volver. Aportar nuestra vivencia. Aunque la llamen “sentido común”. Nosotros sabemos que no lo es. Porque no es nada común. Y porque la vida es un eterno sinsentido.

 




jueves, 6 de abril de 2023

 

Él pretende la objetividad de la máquina.

La perfección de la racionalización moderna.

No soporta las imperfecciones humanas. Ni siquiera la propia.

A veces, se avergüenza en soledad de su parte humana e imperfecta.

Lo más perfecto de la racionalización es que todo vale.

Todo medio racional sirve

para alcanzar los fines,

aunque los fines sean individuales,

y los medios colectivos.

 

Sin subjetividad,

esos fines, esos medios

no pueden ser ni buenos ni malos para el otro.

Porque no existe el otro.

Sólo la máquina existe. Objetiva. Racional.

¿Eficiente?

¿Desde qué ángulo humano medimos

el impacto feroz de la objetividad de la máquina?

 

La parte humana muere.

Se seca.

Ya no hay agua: ningún sentir la riega.

Ya no hay aire: sin vida, es innecesario.

Nada late.

No hay sentido que trascienda lo personal, lo finito.

No hay magia.

La racionalidad aleja los esfuerzos por alcanzar los imposibles.

¿Para qué?

 

Sin embargo,

la vida late hasta el último aliento.

La vida extiende la agonía

a través de sus latidos, cada vez más leves y espaciados.

 

Racionalmente no podríamos decir

que la vida guarda la esperanza

de ser rescatada de la objetividad de la muerte.

Que en la vida late el sentido, dormido,

y a la espera

de una gota de agua,

de una brisa,

o de un corazón que, sabiéndose racionalmente limitado, lo despierte.

 

Ella rebosa vida.

Es risueña, ridícula.

No le importan las razones ni las racionalidades.

No se deja dominar

por las herramientas de la ciencia.

Las oxida cuando sopla sobre ellas,

cuando llora sobre esa explicación racional que no comprende.

 

Atemoriza.

Porque no cree en la magia. Es magia.

Y el mundo no está preparado para tanto.

Y cuando el mundo racional no entiende, mata.

Entierra a la vida.

La asfixia de razones.

Le arranca todo sentido, y ahí la deja, desprovista de todo.

 

La vida se apaga.

Sus latidos, cada vez más leves y espaciados.

 

Agoniza callada,

esperando que la razón destile una sola gota de locura.

Que, vendados los ojos,

la razón palpite

y descubra

que hay cosas que no pueden explicarse

sin el sentido común que las acerca.

Que uno no puede aislarse eternamente de sí mismo.

Que tanta explicación también entierra

sus propios latidos.

Y que con la muerte de la vida

la razón también muere.

 


 

 

viernes, 3 de marzo de 2023

El micro se alejaba del conurbano bonaerense. La colectora. 
La basura. 
Los pibes en las esquinas.
La calle del amor que nunca fue.
La esperanza de verlo, de encontrarlo... Pero no... ¿Para qué?
El micro borraba todo aquello que iba quedando atrás. 
Liniers. Y ese fin de año que le abrieron la cartera y le robaron el dinero de las compras. 
Otra vez la colectora. 
Como cuando viajaban en la moto hacia ninguna parte. 
Esa noche que él no llegó. 
Y ella perdió la confianza. 
El micro repasaba el territorio que le devolvía la confianza en sí misma. 
Iba en busca de un pedazo de tierra. 
Para convertirlo en "territorio". 
La tierra vida. Latiente. Sangrante. 
Y el territorio propiedad. Cosa. Loteo. 
Ya había perdido el sueño de la casa propia y compartida. 
La tierra abre su espacio, habitado o inhóspito. 
No todo había sido tan malo o tan lloroso... 
Los mates a la madrugada fueron buenos. El abrazo, el hombro donde apoyar su cabeza cansada de tantos pensamientos. La charla interminable. La charla ovillo. 
Todo el mundo le escapaba a las rutinas. Ella se enamoraba de las rutinas. 
Como el zorro del principito, ella necesitaba saber que él vendría a las 4, para estar esperándolo desde las 3. 
Pero uno se cansa de esperar. 
No. No es la espera lo que cansa. 
Es la sensación de convertirse en un objeto más, perdido entre todos los objetos de la vida de otro. 
Y allá, en el fondo de la vida de uno, decirse ¿Y a mí quien me espera? 
Esa pregunta atroz, se convierte de pronto en el viento que sopla la semilla, y la arroja hacia otra tierra. 
Valija, pasajes, micro, y la semilla vuela en busca del arraigo. En busca de esa tierra que la acune, de esa lluvia que la riegue. 
Amanece. En otro territorio. Otro espacio. El mismo sol, abriéndose a una vida nueva.