Hace unos años (muchos), creía que “la educación hace la diferencia”. La educación podía darle herramientas a quien la vida se las había negado. Si bien cierto, no dejaba de contener cierta ingenuidad, propia de una vida nacida en un entorno cultural de clase media con “movilidad social ascendente” (y descendente), con algún dejo europeizante proveniente de bisabuelos italianos y españoles, y de las escuelas (privadas subvencionadas) a las que asistí hasta mi mayoría de edad.
La curiosidad mató al gato y, en
mi caso, mató mi pertenencia a un cómodo mundo nacido en clases medias-bajas,
con aspiraciones de pertenencia a oligarquías. Pertenencia que era posible
lograr a través de dos vías: la económica o la intelectual.
Lo triste es que descubrí que
mientras lo económico es inalcanzable si se acompaña de convicciones, lo
intelectual separa de la chatura necesaria para ser parte del engranaje del
comercio globalizado.
Así fue como mi curiosidad me
volvió paria.
No sé si es bueno o malo ser paria
en un mundo enfermo. Pero conocer a otros parias, da cuenta que “la pariedad”
tiene un camino común.
Lo sufrís.
Lo luchás.
Intentás la integración a toda
costa (aún a costa de vos mism@). Cada intento, genera una nueva separación y
un nuevo sufrimiento.
Finalmente, lo aceptás. (Lo
acepté).
Como paria, me integré (a medias)
en distintos lugares, espacios, sectores, en los que descubrí que nada nos
integra del todo, y que todos somos parias buscando incansablemente “nuestro lugar”.
También descubrí que “la búsqueda
de nuestro lugar” es una utopía inalcanzable y falsa: “nuestro lugar” no es un
puerto al que llegar, existente antes y después de nosotr@s. Es la construcción
plural, diversa, compleja y complicada de nuestro día a día.
Triste, también. Porque mis
amig@s-parias no son capaces de convivir dos horas en la misma habitación sin
mostrar los dientes como perros desconfiados.
Y sí, amar las diferencias
también tiene su talón de Aquiles: a veces, las diferencias lo ahogan a uno y
es necesario volver hacia adentro, para re-pensar, re-dimensionar el mundo. Y regresar
en una versión evolucionada de uno mismo. Esa versión mejorada de uno, es la
que permite integrar la tristeza y la felicidad, y todos los opuestos
aparentes, como parte necesaria de la
vida, del camino.
El encuentro de ese punto de
equilibrio que no proviene de la muerte, sino del vaivén constante que es la
vida.
Mi psicóloga lo llamó “madurez” y
me dio el alta. Aunque a veces, mi niña interior llama, grita, llora o reclama.
O busca, en el hueco emocional de la no-pertenencia algo a qué aferrarse para
pertenecer.
Cuando miro hacia atrás, hasta lo
más oscuro tiene escondida una sonrisa.
Y cuando miro adelante, no hay
nada. Como en ese sueño en el que todo era neblina y yo, perdida y asustada,
buscaba “ver”.
Después, pude ver que “ver” no
necesariamente implica la claridad de un horizonte. A veces, es una continuidad
confusa de imágenes, sentimientos y razones, con las que hay que aprender a
convivir, y procesar rápido, para “hacer”. Para accionar con la coherencia ineludible.
Sí, es incómodo, a veces.
Sí, es probable equivocarse,
fallar, tropezar infinitamente con la misma o con distintas piedras.
Infinitamente también somos
capaces de levantarnos.
Aunque algunos no lo sepan y
queden caídos en el camino.
Somos resilientes, y la
resiliencia, en un mundo crudo y duro, es una de las armas más poderosas del ser
humano.
Ser paria también te enseña a ser
resiliente.
Descubrir que no siempre la
posición es la felicidad. Entender que la pertenencia a costa del recorte, nos
limita. Y que la soberbia que acompaña a “la pariedad” nos impide bajar la
guardia e integrarnos en algo mayor y mejor.
Todo se construye y se deshace en
el ahora. El conocimiento nos permite entenderlo. Pero a veces, hay que buscar
detrás de ese conocimiento al editor que lo publica. Y muchas, las más de las
veces, pararse del otro lado y debatirlo. Aplicarlo en la vida cotidiana.
Cuestionarlo. Ir por el otro lado para ver qué hay del otro lado. Para,
finalmente, volver. Aportar nuestra vivencia. Aunque la llamen “sentido común”.
Nosotros sabemos que no lo es. Porque no es nada común. Y porque la vida es un
eterno sinsentido.