El micro se alejaba del conurbano bonaerense. La colectora.
La basura.
Los pibes en las esquinas.
La calle del amor que nunca fue.
La esperanza de verlo, de encontrarlo... Pero no... ¿Para qué?
El micro borraba todo aquello que iba quedando atrás.
Liniers. Y ese fin de año que le abrieron la cartera y le robaron el dinero de las compras.
Otra vez la colectora.
Como cuando viajaban en la moto hacia ninguna parte.
Esa noche que él no llegó.
Y ella perdió la confianza.
El micro repasaba el territorio que le devolvía la confianza en sí misma.
Iba en busca de un pedazo de tierra.
Para convertirlo en "territorio".
La tierra vida. Latiente. Sangrante.
Y el territorio propiedad. Cosa. Loteo.
Ya había perdido el sueño de la casa propia y compartida.
La tierra abre su espacio, habitado o inhóspito.
No todo había sido tan malo o tan lloroso...
Los mates a la madrugada fueron buenos. El abrazo, el hombro donde apoyar su cabeza cansada de tantos pensamientos. La charla interminable. La charla ovillo.
Todo el mundo le escapaba a las rutinas. Ella se enamoraba de las rutinas.
Como el zorro del principito, ella necesitaba saber que él vendría a las 4, para estar esperándolo desde las 3.
Pero uno se cansa de esperar.
No. No es la espera lo que cansa.
Es la sensación de convertirse en un objeto más, perdido entre todos los objetos de la vida de otro.
Y allá, en el fondo de la vida de uno, decirse ¿Y a mí quien me espera?
Esa pregunta atroz, se convierte de pronto en el viento que sopla la semilla, y la arroja hacia otra tierra.
Valija, pasajes, micro, y la semilla vuela en busca del arraigo. En busca de esa tierra que la acune, de esa lluvia que la riegue.
Amanece. En otro territorio. Otro espacio. El mismo sol, abriéndose a una vida nueva.