Él pretende
la objetividad de la máquina.
La
perfección de la racionalización moderna.
No soporta
las imperfecciones humanas. Ni siquiera la propia.
A veces, se
avergüenza en soledad de su parte humana e imperfecta.
Lo más
perfecto de la racionalización es que todo vale.
Todo medio
racional sirve
para
alcanzar los fines,
aunque los
fines sean individuales,
y los medios
colectivos.
Sin
subjetividad,
esos fines,
esos medios
no pueden
ser ni buenos ni malos para el otro.
Porque no
existe el otro.
Sólo la máquina
existe. Objetiva. Racional.
¿Eficiente?
¿Desde qué
ángulo humano medimos
el impacto
feroz de la objetividad de la máquina?
La parte
humana muere.
Se seca.
Ya no hay
agua: ningún sentir la riega.
Ya no hay
aire: sin vida, es innecesario.
Nada late.
No hay
sentido que trascienda lo personal, lo finito.
No hay
magia.
La
racionalidad aleja los esfuerzos por alcanzar los imposibles.
¿Para qué?
Sin embargo,
la vida late
hasta el último aliento.
La vida
extiende la agonía
a través de
sus latidos, cada vez más leves y espaciados.
Racionalmente
no podríamos decir
que la vida
guarda la esperanza
de ser
rescatada de la objetividad de la muerte.
Que en la
vida late el sentido, dormido,
y a la
espera
de una gota
de agua,
de una
brisa,
o de un
corazón que, sabiéndose racionalmente limitado, lo despierte.
Ella rebosa
vida.
Es risueña,
ridícula.
No le
importan las razones ni las racionalidades.
No se deja
dominar
por las
herramientas de la ciencia.
Las oxida
cuando sopla sobre ellas,
cuando llora
sobre esa explicación racional que no comprende.
Atemoriza.
Porque no
cree en la magia. Es magia.
Y el mundo
no está preparado para tanto.
Y cuando el
mundo racional no entiende, mata.
Entierra a
la vida.
La asfixia
de razones.
Le arranca
todo sentido, y ahí la deja, desprovista de todo.
La vida se
apaga.
Sus latidos,
cada vez más leves y espaciados.
Agoniza
callada,
esperando
que la razón destile una sola gota de locura.
Que,
vendados los ojos,
la razón
palpite
y descubra
que hay
cosas que no pueden explicarse
sin el
sentido común que las acerca.
Que uno no
puede aislarse eternamente de sí mismo.
Que tanta
explicación también entierra
sus propios
latidos.
Y que con la
muerte de la vida
la razón
también muere.