Perdí el colectivo
Ayer discutí en
el trabajo. Perdí las formas, perdí la compostura, y perdí la esperanza en que “de
la construcción plural nacen las soluciones”. Perdí la esperanza de encontrar
un horizonte común. Lo cual es peligroso para todo aquello a lo que yo me
dedico, porque todo tiene que ver con lo social, lo común, lo público, lo
colectivo, las diversidades. Todos los temas que me interpelan, me preocupan y
“me llaman” están relacionados con el otro, la otra, le otre. Con la búsqueda
profunda de uno mismo en ese otre. Y lo malo es que ayer no encontré nada. No
había reflejo. Y un espejo que no refleja dejó de cumplir su función. Y cuando
no hay reflejo no queda otra que mirar hacia adentro. ¿Qué me pasó? ¿Qué hace
uno consigo mismo cuando no sirven ni los conocimientos, ni las técnicas
aprendidas, ni la empatía natural para comunicarse con el/la/le otre?
No queda muy
académico traer a Shakira a esta dialéctica social conmigo misma, pero en el
contexto actual, Shakira interpela más que un sociólogo o un etnógrafo, así que
estaría más cercana al sentimiento de desolación, o descomposición social que
siento. Shakira, en sus filosofías caseras dice “siempre supe que es mejor
cuando hay que hablar de dos empezar por uno mismo”. Y quién soy yo para contradecir
a la diosa colombiana. Por lo tanto, debo empezar por mí misma. Aunque el tema
de fondo es “qué pasa hoy en la relación con les otres”. No hablo
específicamente de un tipo de relación, sino de ese intercambio en el que me
encuentro, sinérgicamente unida con le
otre. Hay dos lugares en los que encontré a lo largo de mi vida, lugar para ese
encuentro: los barrios populares, y los pueblos. Y otros en los que me pareció
que el deseo del encuentro empieza y termina en una cerveza. ¿Cuál es la
diferencia entre un encuentro y otro? ¿La necesidad compartida? ¿El compartir
miradas, enfoques o formas de vida? ¿Cuál es el límite a la profundidad del
intercambio del encuentro? ¿Los intereses? ¿Los desintereses? ¿Las decepciones?
¿La falta de ganas?
Empezar por uno
mismo implica reconocer que voy al hueso y busco profundidad en todo lo que
hago. No niego disfrutar de compartir una cerveza, pero lo vivo como una
pérdida de tiempo si el compartir una cerveza muere en la cerveza. Y ahí me
encuentro con un límite hacia mí misma en la interacción con les otres: en el
contexto en el que vivimos, resulto “goma”. Pesada. Mientras en mi vida resulto
(para mí) un todo coherente e integrado (no existe una yo que sea en el
trabajo, y otra yo con amigas, y otra yo en vacaciones: yo soy yo y pienso,
siento, y vivo igual en cualquier lado. No sé sacarme el uniforme, por la
sencilla razón de que no llevo uniforme). Parece ser que hay lugares para ser
de una u otra manera. Y hay muchos lugares para disfrazarse y pocos para despojarse.
Y a mí me gusta el despojo. Es decir, si hay disfraz, que sea la previa al
despojo. Pero para el individuo común, en la mesa familiar no se puede hablar
de política, salir de joda implica no hablar de trabajo, hay temas de los que
no se habla, todo debe plantearse en voz baja y en positivo… Y todo esto parece
ser el ingrediente fundamental para entablar relaciones saludables. O sea: todo
lo que no soy.
¿Uno debe ser lo
que no es para el intercambio? ¿Debe elegir la soledad para ser lo que es?
¿Debe pistear como campeón entre cuando intercambiar y cuándo llamarse a
silencio (aunque el silencio implique reprimir el discurso)? Pero por todas las
cosas… ¿da resultado?
Si nos manejamos
en la superficie, da resultado… pero superficial. ¿Y qué pasa en las profundidades?
En las profundidades uno vive a solas. Uno vive, siente, procesa (o no) todo
aquello que no puede llevar al discurso con le otre. Uno mata en sociedad una
parte de uno mismo, a cambio del intercambio social. Uno elige eso.
Ahora, volvamos
al colectivo. Si uno sólo comparte la cerveza… ¿cómo construir un colectivo más
allá de la cerveza? Y ahí está el nudo de la cuestión: uno no siente que sea
necesario construir colectivo. La lucha
es de igual a igual contra uno mismo, decía Baglietto. Y si la lucha es de
igual a igual contra uno mismo, ¿el colectivo pa´qué?. El psicoanálisis potencia esta especie de
construcción del yo, de refuerzo del yo, acompañándolo con la psiquiatría
cuando el yo tiene problemas que sólo se solucionarían con le otre. O con el
intercambio. O con la construcción plural y colectiva. Lo malo del refuerzo en
la construcción del yo, es que nos
quedamos con la idea de que mi-yo es mejor y tiene más razón que
el-yo-del-otre. Tiene más razón porque, por sobre todas las cosas, me estoy
psicoanalizando. Porque sé algo que le otre no sabe. Porque es mejor empezar
con uno mismo y porque la lucha es de igual a igual contra uno mismo, y en ese
panorama, le otre, con sus verdades, muere, y muere todo intercambio posible.
Aún cuando en el discurso levantemos banderas de otredad o de diversidad, lo
hacemos desde el yo, no desde el intercambio. Porque lo importante es juntarnos
y no “entramarnos”. Por eso nos radicalizamos, y en esas banderas de la
diversidad o la otredad, no aceptamos ningún argumento contrario, ni entendemos
que exista otre que no lo piense así.
Todo ese yo que
matamos, que ocultamos, refuerza la necesidad de demostrar que “tenemos razón”.
Y nos apoyamos en “lo colectivo” para reforzar nuestras razones. En un
colectivo que no es un entramado, sino un conjunto de puntos perdidos que no
logra construir una trama, una manta que lo cobije. Nos juntamos, decimos, y
nos des-juntamos. Pero no nos relacionamos. Porque relacionarse implica mostrar
lo que no nos gusta, y compartir lo que no queremos. Relacionarse implica la
vulnerabilidad. Gritar, llorar, patalear, berrinchear, y volver al eje. Y para
todo eso, se necesita tiempo. Y si hay algo que falta, hoy, es tiempo. Al
menos, tiempo de profundidad. De ocio. Parece una paradoja, pero sin ocio real,
no existe profundidad posible. Por eso uno se acostumbró a llenar el tiempo de
ocio con superficialidades que le quiten profundidad. Nos ponemos flotadores
para no sentir que nos hundimos en nuestros sentipensamientos. Aprendemos a
flotar para no hundirnos. Aprendemos la superficialidad, porque bucear es más
caro y más riesgoso. Y porque para bucear en lo profundo necesito al otre.
Tan goma soy,
que hace dos páginas que escribo y todavía no sé qué tiene que ver todo esto
con “perder el colectivo”.
Imaginemos un
colectivo. Es un transporte público. O sea: lo colectivo y lo público se
relacionan. Pero yo prefiero lo privado porque no aprendí a relacionarme con le
otre. Del otre me molestan los olores, las voces, la cercanía. Le otre me
invade. Por lo tanto, quiero mi auto, quiero mi privacidad. Eso, si puedo
comprarme un auto, porque si no, tengo que bancarme al colectivo, a lo público
y al otre. Y me interpela más quien tiene el auto que quien viaja en colectivo.
Metafórica y literalmente. Lo público, lo colectivo se contrapone a lo que
deseo: mi propiedad y mi privacidad. Pero por sobre todas las cosas, en lo
privado, yo elijo con quién comparto y cuándo comparto. En lo público no puedo
imponer mis condiciones. El colectivo pasa. No pasa ni cuando yo quiero ni por
la puerta de mi casa. Ni me espera. Lo pierdo. Pero no lo tengo. No me da la
seguridad de la propiedad. Y hoy, nadie quiere correr al colectivo.
¿Qué queda
entonces de lo colectivo y de lo público en un mundo que sobrevalora el ámbito
de lo individual y privado? ¿Y cuál es la importancia de correr el colectivo (o
de no perderlo)? En lo privado, lo cotidiano parece más fácil. Mi rol y mi yo
se emparejan (como emparejo al celular con el auricular inalámbrico), pongo la
música que quiero y avanzo. Pero lo malo es que cuando se rompe mi rol, me
rompo yo. Y ya perdí el colectivo. Cuando aislé mi yo, perdí la contención del
colectivo y de lo público. Me identifiqué con el hijo, el padre, el trabajador,
construí una identidad del rol. Pero si es el rol lo que se rompe, yo me rompo
y el rol está en función de los otros roles, y no contenido por les otres que,
como yo, eligieron auto-privatizarse.
Por eso elegimos
para nuestros hijes la educación privada. Porque les da un marco de encastre en
el rol. Porque ocupa sus tiempos, sus espacios vitales. Porque en el camino de
aprender respuestas nos evitamos hacernos las preguntas. Porque si todo está
ordenado y organizado de acuerdo a criterios comunes, no se ponen en juego
formas de vida, creación de identidad, replanteo de valores, o reflejarnos en
otres cuya realidad es tan diferente a la nuestra. Con eso lidian los docentes
de las escuelas públicas: con encontrar lo común en la diversidad, con el
armado de un colectivo en una sociedad que no elige el colectivo.
Vayamos a lo
goma, a lo profundo, a lo que nos negamos a charlar en lo cotidiano ¿Murió el
héroe colectivo de Oesterheld? ¿Perdimos el colectivo cuando elegimos
convertirnos en un conjunto de no-héroes
que sobrevaloramos la privacidad y la propiedad? ¿Hay algún horizonte común? Y
si lo hay… ¿somos capaces de encontrarlo?
Y si no lo hay… ¿somos capaces de construirlo? ¿Tenemos herramientas
para hacerlo? ¿Cuáles? Pero por sobre todas las cosas ¿Queremos hacerlo?