Días atrás conversábamos con mi pareja sobre amores pasados… sobre cómo uno llega a ser lo que es, también por lo que esos “amores” aportaron a nuestras vidas (aunque haya habido tristezas, llanto, decepciones o rabias)… Siempre hay, no obstante (y después de superada la crisis) algún recuerdo que nos arranca una sonrisa, y hasta podemos decir “esto fue gracias a…”.
Todos vivimos buscando “el gran amor”… Para llegar a él, a veces, debemos pasar por amores imposibles, amores desencontrados, amores traicioneros... y más. Pero nuestro primer pasito en este terreno, ese que queda grabado con una cuota de ternura, para siempre, en nuestro corazón, es el primer amor… ingenuo, idealizado, tal vez, el que nos arranca las primeras lágrimas…
En mi caso, y a quien le dedico este relato (“Galán”), y le agradezco la ilusión de mi primer amor… "el Rober” Homelanuc…
Todos vivimos buscando “el gran amor”… Para llegar a él, a veces, debemos pasar por amores imposibles, amores desencontrados, amores traicioneros... y más. Pero nuestro primer pasito en este terreno, ese que queda grabado con una cuota de ternura, para siempre, en nuestro corazón, es el primer amor… ingenuo, idealizado, tal vez, el que nos arranca las primeras lágrimas…
En mi caso, y a quien le dedico este relato (“Galán”), y le agradezco la ilusión de mi primer amor… "el Rober” Homelanuc…
Cualquier semejanza con la realidad es, absolutamente, así como la recuerdo...
GALÁN
Hay un momento en que la vida se transforma en montaña rusa, en trapecio de circo, en vuelo… y vértigo… y sueños que buscan altura.
A los doce años las ventanillas del colectivo son, un día monotonía y rutina, y otro día, un escape hacia el ocaso. La realidad, capaz de ser moldeable como arcilla. La fantasía, posible, y… ¡tan cercana!
La música de Queen vuela, girando por mi habitación. Sale de los pequeños parlantes del radio grabador, aturde, retumba más allá de puertas y paredes. Mi voz la sigue con una mala fonética y peor entonación, pero con ganas. Aún respetaba como algo sagrado el horario de la cena, las rutinas y las obligaciones. A cambio, se respetaban mis gritos desaforados intentando seguir a Queen… “Otro muerde el polvo”, “Rapsodia bohemia”, “Amor de mi vida”, “We are the champions”…
La primavera y el verano otorgan más permisos con sus días largos y tibios.
Poco a poco, los chicos del barrio van asomándose, de a uno, se esperan en la puerta, caminan de un vereda a otra a medida que anochece…
Lili, de la casa de la esquina, con Adrián, su hermano. Carlitos, de mitad de cuadra. Claudio, de al lado de casa, el bonito. El otro Claudio, el “versero”, apodado así porque nunca sabíamos cuándo decía la verdad. Marcelo, el chaqueño. Laura, de enfrente, tratando de escapar de su hermana menor…
Yo la espero a Caro, mi prima, porque nuestras casas se comunican por un pasillo interno. Es regla: la primera en terminar de cenar espera a la otra y salimos juntas a la puerta.
Casi siempre, contamos historias de terror. El que más sabe es Marcelo, el chaqueño. Es morocho, narigón, no muy agraciado, pero con su tonadita diferente nos tiene a todos cautivados: en sus viajes al norte conoció, o escuchó, o supo, sobre la luz mala, la llorona, el duendecito silbador…
Claudio, el mentiroso, inventa: las palabras se le agolpan, le patinan, al final, nadie le cree nada y terminamos a las carcajadas (él, con cara de inocente, de “es verdad”, de “no sé de qué se ríen”).
Esa noche es distinta. No lo notan entre los adultos… Son “cosas de adolescentes”…
-Mañana viene mi primo, de Ciudadela… el Rober –dijo Lili el día anterior.
Mirada de reojo entre las chicas.
-Tiene trece años… Es re-lindo ¡van a ver! Se parece a Luis Miguel…
Nueva mirada silenciosa. Luis Miguel recién se lanzaba al mundo como cantante: voz aguda, letras románticas, cabello lacio cubriendo unos enooormes y expresivos ojos… Uno de los ídolos del momento.
Como siempre, los varones llegan corriendo, interrumpen, cambian de tema… La imagen del “primo lindo” queda flotando en el aire.
Pero… el “mañana” se transforma en “hoy”. La luna se asoma. La tarde va oscureciendo y llenándose de estrellas lentamente.
Caro entra en mi habitación como un huracán, con la cena a medio terminar y una sonrisa cómplice. Me apaga el grabador, me tironea de un brazo, bajamos murmurando, riendo, codeándonos.
Un “riiiing” más poderoso que un despertador nos “obliga” a salir en loca carrera atropellada para abrir.
Nuestros dos pares de ojos, más redondos que nunca (yo, como siempre, detrás, más vergonzosa) se preparan para conocer a la “nueva figura masculina”…
Y, de pronto, una sombra resbala, un grito dolorido corta el aire, una huída llorosa nos deja sin habla…
-Aaaaayyyyy, tía…, me “golpiééé”!
Sí. El galán (o galancito), el “Luis Miguel” de la zona oeste, cae, estrellándose la cabeza (no sabremos nunca si en la vereda o en el murito que separa mi casa de la de mi prima), y escapa, avergonzado…
Su prima, muerta de risa, nos da la explicación… y nuestra “mudez” momentánea se convierte en sonoras carcajadas.
Como dice el refrán, “un tropezón no es caída” (y no hay caída de la que uno no pueda levantarse)… Rober vuelve en unos minutos con la cabeza vendada y una mirada que fija extrañamente en mi mirada tímida. De verdad se parecía a Luis Miguel. O tal vez mi fantasía lo vio así. Después de la caída se convirtió en mi primer amor… al que nunca me animé a darle un beso…
GALÁN
Hay un momento en que la vida se transforma en montaña rusa, en trapecio de circo, en vuelo… y vértigo… y sueños que buscan altura.
A los doce años las ventanillas del colectivo son, un día monotonía y rutina, y otro día, un escape hacia el ocaso. La realidad, capaz de ser moldeable como arcilla. La fantasía, posible, y… ¡tan cercana!
La música de Queen vuela, girando por mi habitación. Sale de los pequeños parlantes del radio grabador, aturde, retumba más allá de puertas y paredes. Mi voz la sigue con una mala fonética y peor entonación, pero con ganas. Aún respetaba como algo sagrado el horario de la cena, las rutinas y las obligaciones. A cambio, se respetaban mis gritos desaforados intentando seguir a Queen… “Otro muerde el polvo”, “Rapsodia bohemia”, “Amor de mi vida”, “We are the champions”…
La primavera y el verano otorgan más permisos con sus días largos y tibios.
Poco a poco, los chicos del barrio van asomándose, de a uno, se esperan en la puerta, caminan de un vereda a otra a medida que anochece…
Lili, de la casa de la esquina, con Adrián, su hermano. Carlitos, de mitad de cuadra. Claudio, de al lado de casa, el bonito. El otro Claudio, el “versero”, apodado así porque nunca sabíamos cuándo decía la verdad. Marcelo, el chaqueño. Laura, de enfrente, tratando de escapar de su hermana menor…
Yo la espero a Caro, mi prima, porque nuestras casas se comunican por un pasillo interno. Es regla: la primera en terminar de cenar espera a la otra y salimos juntas a la puerta.
Casi siempre, contamos historias de terror. El que más sabe es Marcelo, el chaqueño. Es morocho, narigón, no muy agraciado, pero con su tonadita diferente nos tiene a todos cautivados: en sus viajes al norte conoció, o escuchó, o supo, sobre la luz mala, la llorona, el duendecito silbador…
Claudio, el mentiroso, inventa: las palabras se le agolpan, le patinan, al final, nadie le cree nada y terminamos a las carcajadas (él, con cara de inocente, de “es verdad”, de “no sé de qué se ríen”).
Esa noche es distinta. No lo notan entre los adultos… Son “cosas de adolescentes”…
-Mañana viene mi primo, de Ciudadela… el Rober –dijo Lili el día anterior.
Mirada de reojo entre las chicas.
-Tiene trece años… Es re-lindo ¡van a ver! Se parece a Luis Miguel…
Nueva mirada silenciosa. Luis Miguel recién se lanzaba al mundo como cantante: voz aguda, letras románticas, cabello lacio cubriendo unos enooormes y expresivos ojos… Uno de los ídolos del momento.
Como siempre, los varones llegan corriendo, interrumpen, cambian de tema… La imagen del “primo lindo” queda flotando en el aire.
Pero… el “mañana” se transforma en “hoy”. La luna se asoma. La tarde va oscureciendo y llenándose de estrellas lentamente.
Caro entra en mi habitación como un huracán, con la cena a medio terminar y una sonrisa cómplice. Me apaga el grabador, me tironea de un brazo, bajamos murmurando, riendo, codeándonos.
Un “riiiing” más poderoso que un despertador nos “obliga” a salir en loca carrera atropellada para abrir.
Nuestros dos pares de ojos, más redondos que nunca (yo, como siempre, detrás, más vergonzosa) se preparan para conocer a la “nueva figura masculina”…
Y, de pronto, una sombra resbala, un grito dolorido corta el aire, una huída llorosa nos deja sin habla…
-Aaaaayyyyy, tía…, me “golpiééé”!
Sí. El galán (o galancito), el “Luis Miguel” de la zona oeste, cae, estrellándose la cabeza (no sabremos nunca si en la vereda o en el murito que separa mi casa de la de mi prima), y escapa, avergonzado…
Su prima, muerta de risa, nos da la explicación… y nuestra “mudez” momentánea se convierte en sonoras carcajadas.
Como dice el refrán, “un tropezón no es caída” (y no hay caída de la que uno no pueda levantarse)… Rober vuelve en unos minutos con la cabeza vendada y una mirada que fija extrañamente en mi mirada tímida. De verdad se parecía a Luis Miguel. O tal vez mi fantasía lo vio así. Después de la caída se convirtió en mi primer amor… al que nunca me animé a darle un beso…
ROXANA LAURA RONQUILLO