FEDE: PEQUEÑAS SOMBRITAS
(… o un cuento de niños para adultos… o una disculpa de adultos para niños…)
El Jardín Maternal era una rutina colorida y alegre en la vida de Federico. La curiosidad y el afán por aprender parecían innatos en él. En realidad, tanto como en la mayoría de los niños pequeños, sólo que mientras algunos observaban tímidamente, con una mezcla entre intriga y temor, él probaba, desarmaba, investigaba e intentaba volver a armar. Algo que a sus dos años no conseguía, por lo que todos sus autitos permanecían frecuentemente en su caja de mecánico a la espera de ser arreglados.
Además, Federico disfrutaba experimentando. En sus remeras asomaban soles de pintura que ni el mejor quitamanchas lograba quitar. Y la costurera amiga de la familia se aseguraba trabajo por un buen tiempo sólo con las rodillas de sus pantalones o los cierres de sus camperas. Para Fede, la vida era un experimento divertido.
Fue durante un verano, con sus cortos cinco años, que tuvo su primer aprendizaje a través de la tristeza: su mascota no era un peluche, y todos los seres vivos, un día mueren. Quizás este hecho le abrió la puerta al mundo adulto y, al final del mismo verano, llegó su primer día en la Escuela Primaria.
Lo que no imaginó fue que su querido arenero sería reemplazado por un patio frío de grandes baldosones. Aunque buscó, tampoco encontró trepadoras por ningún lado. Y al mes, ya podía reconocer perfectamente la voz aguda de cada maestra de turno, transmitiendo el mismo mensaje:
- ¡¡En el recreo no se corrrreeeee!!
Y no hubieran tenido mucho tiempo para correr en los escasos minutos del recreo porque entre la fila interminable para ir al baño a hacer pis, y la fila del kiosco en la que siempre se colaban los de 3er.grado, el tiempo se perdía vaya a saber dónde.
Los rincones de Arte, de Dramatizaciones, de Ciencias y de Pensar, no existían porque parece que los grandes, para pensar, ubican los bancos en fila, y para jugar, correr y saltar, hay una hora de Educación Física por semana en la que las ganas se desparraman y el profe no puede ordenar la clase ni con su silbato, pero peor la profe de las nenas, que en vez de silbato usa sus gritos…
Cuando llegó a segundo grado, su mamá había probado todas las recetas de puesta de límites que directora, docentes y terapeutas aconsejaron a lo largo del año de reuniones. Sobrecargada de tanto conocimiento que nunca le dio resultado, comenzó a esquivar las reuniones de padres con la astucia y diplomacia de un político.
En tercer grado, Fede comprendió el significado de la palabra “reiterativa”. La “seño” Andrea era una seño “reiterativa”: ferviente admiradora del manual, comenzaba su clase abriéndolo en la página 2. Convencida de la importancia de la lectura, leían la página 2. Para repasar los conocimientos adquiridos, hacían las dos primeras actividades de la página 3 (en casa, para fijar dichos conocimientos harían las dos últimas). Y, como el orden era muuuuuyyy importante, al día siguiente, abrirían el manual en la página 4. Día tras día. Área tras área.
Ante tanta regla (que consideraba absurda) y tanta rutina adulta (que no comprendía), Federico decidió que no quería crecer más. A mayor exigencia para que actuara como “un chico grande”, mayores ganas de armar un “pequeño berrinche”.
Nadie le preguntaba qué le pasaba, ni qué sentía, porque, aparentemente, todos estaban preocupados por algo llamado “inseguridad”, que invadía las calles. Él escuchó cuando una vecina le aconsejó a su mamá que tuvieran cuidado en la plaza porque al hijo de una amiga de otra vecina le quisieron robar la bici. Y su papá vio en el noticiero que la inseguridad aumentaba. Por eso, en la plaza tenía que cuidarse y andar despacito, bien cerca de su papá.
Como en la escuela no podía correr, en la plaza tampoco, ni salir a la calle, aumentó sus saltos y corridas en un lugar seguro: el living de su casa.
Papá y mamá pusieron el grito en el cielo, hasta que lo conversaron con la mamá de Tomás. Ella los tranquilizó explicando con términos médicos (aunque de medicina nada, porque ella era vendedora de electrodomésticos) que había descubierto que Tomás era hiperactivo, y que desde que lo medicaba se volvió más concentrado y atento.
Fede tampoco comprendió demasiado, pero le pareció que esto tenía que ver con la pastillita que tomaba su amigo con la seño de Doble Escolaridad. Y como a él los remedios no le gustaban, hizo todo lo posible por amoldarse a las expectativas de los adultos (o más sencillamente, lo que ellos llamaban “portarse bien”).
Casi, casi llegando otra vez las vacaciones, su papá, su mamá, la seño, y la psicóloga social se reunieron. Él los espiaba por un huequito de la ventana mientras el profe de Educación Física lo llamaba a cada rato para que volviera a jugar.
Por suerte, luego de un largo rato, todos salieron sonriendo y ya más aliviados: habían llegado a la conclusión de que la verdadera culpable de la situación no era la escuela, ni la familia, ni tampoco Fede, pobre víctima de la sociedad… La verdadera culpable… ¡Era la televisión!