Cuando buscás la frase, esa que pueda expresar en cinco palabras lo que te dejó una noche sin dormir... eso que te da vueltas en la cabeza por semanas y meses, y te desborda el pensamiento de palabras, y por eso no podés reducirlo a una frase...
Porque en el mundo actual no es una acción lo que vale más que mil palabras, sino una frase cortita, que no lleve a la acción, que no interpele, que sea tan carente de raíces que se pueda pasar de voz en voz, de mano en mano, y que a nadie le moleste porque, en fin, nada dice.
Ese instante donde entra en juego tu contradicción: ¿Cómo resumir en una frase clavel del aire tus palabras frondosas, profundas de raíces, tan parecidas a ese ceibo que, aunque le corten todas sus ramas nunca muere?
Te resignas, al fin, a no poder decir. Y los mismos que abogan por la libertad de expresión, son los que saben que su libertad se remite a cinco palabras fácilmente repetibles que sirvan para no pensar realidades adversas.
Te resignas a elaborar discursos que solo escucharás vos mismo, enredado en tus propios laberintos, desconociendo si alguna alma afín compartirá el sabor de tus profundidades y te ayudará a abrazar a un mundo cuyas superficialidades son la piedra en el cuello que lo ahoga.
No alcanza con saber que somos humanos, tenemos límites, limitaciones, nadando en un mar que prioriza la racionalidad económica y las relaciones de poder... No alcanza con saber que simplemente no está a tu alcance cambiarlo. A pesar de la aceptación, la realidad te duele.
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