lunes, 5 de febrero de 2024

Perdí el colectivo...

 Perdí el colectivo

Ayer discutí en el trabajo. Perdí las formas, perdí la compostura, y perdí la esperanza en que “de la construcción plural nacen las soluciones”. Perdí la esperanza de encontrar un horizonte común. Lo cual es peligroso para todo aquello a lo que yo me dedico, porque todo tiene que ver con lo social, lo común, lo público, lo colectivo, las diversidades. Todos los temas que me interpelan, me preocupan y “me llaman” están relacionados con el otro, la otra, le otre. Con la búsqueda profunda de uno mismo en ese otre. Y lo malo es que ayer no encontré nada. No había reflejo. Y un espejo que no refleja dejó de cumplir su función. Y cuando no hay reflejo no queda otra que mirar hacia adentro. ¿Qué me pasó? ¿Qué hace uno consigo mismo cuando no sirven ni los conocimientos, ni las técnicas aprendidas, ni la empatía natural para comunicarse con el/la/le otre?

No queda muy académico traer a Shakira a esta dialéctica social conmigo misma, pero en el contexto actual, Shakira interpela más que un sociólogo o un etnógrafo, así que estaría más cercana al sentimiento de desolación, o descomposición social que siento. Shakira, en sus filosofías caseras dice “siempre supe que es mejor cuando hay que hablar de dos empezar por uno mismo”. Y quién soy yo para contradecir a la diosa colombiana. Por lo tanto, debo empezar por mí misma. Aunque el tema de fondo es “qué pasa hoy en la relación con les otres”. No hablo específicamente de un tipo de relación, sino de ese intercambio en el que me encuentro, sinérgicamente  unida con le otre. Hay dos lugares en los que encontré a lo largo de mi vida, lugar para ese encuentro: los barrios populares, y los pueblos. Y otros en los que me pareció que el deseo del encuentro empieza y termina en una cerveza. ¿Cuál es la diferencia entre un encuentro y otro? ¿La necesidad compartida? ¿El compartir miradas, enfoques o formas de vida? ¿Cuál es el límite a la profundidad del intercambio del encuentro? ¿Los intereses? ¿Los desintereses? ¿Las decepciones? ¿La falta de ganas?

Empezar por uno mismo implica reconocer que voy al hueso y busco profundidad en todo lo que hago. No niego disfrutar de compartir una cerveza, pero lo vivo como una pérdida de tiempo si el compartir una cerveza muere en la cerveza. Y ahí me encuentro con un límite hacia mí misma en la interacción con les otres: en el contexto en el que vivimos, resulto “goma”. Pesada. Mientras en mi vida resulto (para mí) un todo coherente e integrado (no existe una yo que sea en el trabajo, y otra yo con amigas, y otra yo en vacaciones: yo soy yo y pienso, siento, y vivo igual en cualquier lado. No sé sacarme el uniforme, por la sencilla razón de que no llevo uniforme). Parece ser que hay lugares para ser de una u otra manera. Y hay muchos lugares para disfrazarse y pocos para despojarse. Y a mí me gusta el despojo. Es decir, si hay disfraz, que sea la previa al despojo. Pero para el individuo común, en la mesa familiar no se puede hablar de política, salir de joda implica no hablar de trabajo, hay temas de los que no se habla, todo debe plantearse en voz baja y en positivo… Y todo esto parece ser el ingrediente fundamental para entablar relaciones saludables. O sea: todo lo que no soy. 

¿Uno debe ser lo que no es para el intercambio? ¿Debe elegir la soledad para ser lo que es? ¿Debe pistear como campeón entre cuando intercambiar y cuándo llamarse a silencio (aunque el silencio implique reprimir el discurso)? Pero por todas las cosas… ¿da resultado?

Si nos manejamos en la superficie, da resultado… pero superficial. ¿Y qué pasa en las profundidades? En las profundidades uno vive a solas. Uno vive, siente, procesa (o no) todo aquello que no puede llevar al discurso con le otre. Uno mata en sociedad una parte de uno mismo, a cambio del intercambio social. Uno elige eso.

Ahora, volvamos al colectivo. Si uno sólo comparte la cerveza… ¿cómo construir un colectivo más allá de la cerveza? Y ahí está el nudo de la cuestión: uno no siente que sea necesario construir colectivo.  La lucha es de igual a igual contra uno mismo, decía Baglietto. Y si la lucha es de igual a igual contra uno mismo, ¿el colectivo pa´qué?.  El psicoanálisis potencia esta especie de construcción del yo, de refuerzo del yo, acompañándolo con la psiquiatría cuando el yo tiene problemas que sólo se solucionarían con le otre. O con el intercambio. O con la construcción plural y colectiva. Lo malo del refuerzo en la construcción del  yo, es que nos quedamos con la idea de que mi-yo es mejor y tiene más razón que el-yo-del-otre. Tiene más razón porque, por sobre todas las cosas, me estoy psicoanalizando. Porque sé algo que le otre no sabe. Porque es mejor empezar con uno mismo y porque la lucha es de igual a igual contra uno mismo, y en ese panorama, le otre, con sus verdades, muere, y muere todo intercambio posible. Aún cuando en el discurso levantemos banderas de otredad o de diversidad, lo hacemos desde el yo, no desde el intercambio. Porque lo importante es juntarnos y no “entramarnos”. Por eso nos radicalizamos, y en esas banderas de la diversidad o la otredad, no aceptamos ningún argumento contrario, ni entendemos que exista otre que no lo piense así.

Todo ese yo que matamos, que ocultamos, refuerza la necesidad de demostrar que “tenemos razón”. Y nos apoyamos en “lo colectivo” para reforzar nuestras razones. En un colectivo que no es un entramado, sino un conjunto de puntos perdidos que no logra construir una trama, una manta que lo cobije. Nos juntamos, decimos, y nos des-juntamos. Pero no nos relacionamos. Porque relacionarse implica mostrar lo que no nos gusta, y compartir lo que no queremos. Relacionarse implica la vulnerabilidad. Gritar, llorar, patalear, berrinchear, y volver al eje. Y para todo eso, se necesita tiempo. Y si hay algo que falta, hoy, es tiempo. Al menos, tiempo de profundidad. De ocio. Parece una paradoja, pero sin ocio real, no existe profundidad posible. Por eso uno se acostumbró a llenar el tiempo de ocio con superficialidades que le quiten profundidad. Nos ponemos flotadores para no sentir que nos hundimos en nuestros sentipensamientos. Aprendemos a flotar para no hundirnos. Aprendemos la superficialidad, porque bucear es más caro y más riesgoso. Y porque para bucear en lo profundo necesito al otre.

Tan goma soy, que hace dos páginas que escribo y todavía no sé qué tiene que ver todo esto con “perder el colectivo”.

Imaginemos un colectivo. Es un transporte público. O sea: lo colectivo y lo público se relacionan. Pero yo prefiero lo privado porque no aprendí a relacionarme con le otre. Del otre me molestan los olores, las voces, la cercanía. Le otre me invade. Por lo tanto, quiero mi auto, quiero mi privacidad. Eso, si puedo comprarme un auto, porque si no, tengo que bancarme al colectivo, a lo público y al otre. Y me interpela más quien tiene el auto que quien viaja en colectivo. Metafórica y literalmente. Lo público, lo colectivo se contrapone a lo que deseo: mi propiedad y mi privacidad. Pero por sobre todas las cosas, en lo privado, yo elijo con quién comparto y cuándo comparto. En lo público no puedo imponer mis condiciones. El colectivo pasa. No pasa ni cuando yo quiero ni por la puerta de mi casa. Ni me espera. Lo pierdo. Pero no lo tengo. No me da la seguridad de la propiedad. Y hoy, nadie quiere correr al colectivo.

¿Qué queda entonces de lo colectivo y de lo público en un mundo que sobrevalora el ámbito de lo individual y privado? ¿Y cuál es la importancia de correr el colectivo (o de no perderlo)? En lo privado, lo cotidiano parece más fácil. Mi rol y mi yo se emparejan (como emparejo al celular con el auricular inalámbrico), pongo la música que quiero y avanzo. Pero lo malo es que cuando se rompe mi rol, me rompo yo. Y ya perdí el colectivo. Cuando aislé mi yo, perdí la contención del colectivo y de lo público. Me identifiqué con el hijo, el padre, el trabajador, construí una identidad del rol. Pero si es el rol lo que se rompe, yo me rompo y el rol está en función de los otros roles, y no contenido por les otres que, como yo, eligieron auto-privatizarse.

Por eso elegimos para nuestros hijes la educación privada. Porque les da un marco de encastre en el rol. Porque ocupa sus tiempos, sus espacios vitales. Porque en el camino de aprender respuestas nos evitamos hacernos las preguntas. Porque si todo está ordenado y organizado de acuerdo a criterios comunes, no se ponen en juego formas de vida, creación de identidad, replanteo de valores, o reflejarnos en otres cuya realidad es tan diferente a la nuestra. Con eso lidian los docentes de las escuelas públicas: con encontrar lo común en la diversidad, con el armado de un colectivo en una sociedad que no elige el colectivo.

Vayamos a lo goma, a lo profundo, a lo que nos negamos a charlar en lo cotidiano ¿Murió el héroe colectivo de Oesterheld? ¿Perdimos el colectivo cuando elegimos convertirnos en  un conjunto de no-héroes que sobrevaloramos la privacidad y la propiedad? ¿Hay algún horizonte común? Y si lo hay… ¿somos capaces de encontrarlo?  Y si no lo hay… ¿somos capaces de construirlo? ¿Tenemos herramientas para hacerlo? ¿Cuáles? Pero por sobre todas las cosas ¿Queremos hacerlo?

domingo, 13 de agosto de 2023

Hace unos años (muchos), creía que “la educación hace la diferencia”. La educación podía darle herramientas a quien la vida se las había negado. Si bien cierto, no dejaba de contener cierta ingenuidad, propia de una vida nacida en un entorno cultural de clase media con “movilidad social ascendente” (y descendente), con algún dejo europeizante proveniente de bisabuelos italianos y españoles, y de las escuelas (privadas subvencionadas) a las que asistí hasta mi mayoría de edad.

La curiosidad mató al gato y, en mi caso, mató mi pertenencia a un cómodo mundo nacido en clases medias-bajas, con aspiraciones de pertenencia a oligarquías. Pertenencia que era posible lograr a través de dos vías: la económica o la intelectual.

Lo triste es que descubrí que mientras lo económico es inalcanzable si se acompaña de convicciones, lo intelectual separa de la chatura necesaria para ser parte del engranaje del comercio globalizado.

Así fue como mi curiosidad me volvió paria.

No sé si es bueno o malo ser paria en un mundo enfermo. Pero conocer a otros parias, da cuenta que “la pariedad” tiene un camino común.

Lo sufrís.

Lo luchás.

Intentás la integración a toda costa (aún a costa de vos mism@). Cada intento, genera una nueva separación y un nuevo sufrimiento.

Finalmente, lo aceptás. (Lo acepté).

Como paria, me integré (a medias) en distintos lugares, espacios, sectores, en los que descubrí que nada nos integra del todo, y que todos somos parias buscando incansablemente “nuestro lugar”.

También descubrí que “la búsqueda de nuestro lugar” es una utopía inalcanzable y falsa: “nuestro lugar” no es un puerto al que llegar, existente antes y después de nosotr@s. Es la construcción plural, diversa, compleja y complicada de nuestro día a día.

Triste, también. Porque mis amig@s-parias no son capaces de convivir dos horas en la misma habitación sin mostrar los dientes como perros desconfiados.

Y sí, amar las diferencias también tiene su talón de Aquiles: a veces, las diferencias lo ahogan a uno y es necesario volver hacia adentro, para re-pensar, re-dimensionar el mundo. Y regresar en una versión evolucionada de uno mismo. Esa versión mejorada de uno, es la que permite integrar la tristeza y la felicidad, y todos los opuestos aparentes,  como parte necesaria de la vida, del camino.

El encuentro de ese punto de equilibrio que no proviene de la muerte, sino del vaivén constante que es la vida.

Mi psicóloga lo llamó “madurez” y me dio el alta. Aunque a veces, mi niña interior llama, grita, llora o reclama. O busca, en el hueco emocional de la no-pertenencia algo a qué aferrarse para pertenecer.

Cuando miro hacia atrás, hasta lo más oscuro tiene escondida una sonrisa.

Y cuando miro adelante, no hay nada. Como en ese sueño en el que todo era neblina y yo, perdida y asustada, buscaba “ver”.

Después, pude ver que “ver” no necesariamente implica la claridad de un horizonte. A veces, es una continuidad confusa de imágenes, sentimientos y razones, con las que hay que aprender a convivir, y procesar rápido, para “hacer”. Para accionar con la coherencia ineludible.

Sí, es incómodo, a veces.

Sí, es probable equivocarse, fallar, tropezar infinitamente con la misma o con distintas piedras.

Infinitamente también somos capaces de levantarnos.

Aunque algunos no lo sepan y queden caídos en el camino.

Somos resilientes, y la resiliencia, en un mundo crudo y duro, es una de las armas más poderosas del ser humano.

Ser paria también te enseña a ser resiliente.

Descubrir que no siempre la posición es la felicidad. Entender que la pertenencia a costa del recorte, nos limita. Y que la soberbia que acompaña a “la pariedad” nos impide bajar la guardia e integrarnos en algo mayor y mejor.

Todo se construye y se deshace en el ahora. El conocimiento nos permite entenderlo. Pero a veces, hay que buscar detrás de ese conocimiento al editor que lo publica. Y muchas, las más de las veces, pararse del otro lado y debatirlo. Aplicarlo en la vida cotidiana. Cuestionarlo. Ir por el otro lado para ver qué hay del otro lado. Para, finalmente, volver. Aportar nuestra vivencia. Aunque la llamen “sentido común”. Nosotros sabemos que no lo es. Porque no es nada común. Y porque la vida es un eterno sinsentido.

 




jueves, 6 de abril de 2023

 

Él pretende la objetividad de la máquina.

La perfección de la racionalización moderna.

No soporta las imperfecciones humanas. Ni siquiera la propia.

A veces, se avergüenza en soledad de su parte humana e imperfecta.

Lo más perfecto de la racionalización es que todo vale.

Todo medio racional sirve

para alcanzar los fines,

aunque los fines sean individuales,

y los medios colectivos.

 

Sin subjetividad,

esos fines, esos medios

no pueden ser ni buenos ni malos para el otro.

Porque no existe el otro.

Sólo la máquina existe. Objetiva. Racional.

¿Eficiente?

¿Desde qué ángulo humano medimos

el impacto feroz de la objetividad de la máquina?

 

La parte humana muere.

Se seca.

Ya no hay agua: ningún sentir la riega.

Ya no hay aire: sin vida, es innecesario.

Nada late.

No hay sentido que trascienda lo personal, lo finito.

No hay magia.

La racionalidad aleja los esfuerzos por alcanzar los imposibles.

¿Para qué?

 

Sin embargo,

la vida late hasta el último aliento.

La vida extiende la agonía

a través de sus latidos, cada vez más leves y espaciados.

 

Racionalmente no podríamos decir

que la vida guarda la esperanza

de ser rescatada de la objetividad de la muerte.

Que en la vida late el sentido, dormido,

y a la espera

de una gota de agua,

de una brisa,

o de un corazón que, sabiéndose racionalmente limitado, lo despierte.

 

Ella rebosa vida.

Es risueña, ridícula.

No le importan las razones ni las racionalidades.

No se deja dominar

por las herramientas de la ciencia.

Las oxida cuando sopla sobre ellas,

cuando llora sobre esa explicación racional que no comprende.

 

Atemoriza.

Porque no cree en la magia. Es magia.

Y el mundo no está preparado para tanto.

Y cuando el mundo racional no entiende, mata.

Entierra a la vida.

La asfixia de razones.

Le arranca todo sentido, y ahí la deja, desprovista de todo.

 

La vida se apaga.

Sus latidos, cada vez más leves y espaciados.

 

Agoniza callada,

esperando que la razón destile una sola gota de locura.

Que, vendados los ojos,

la razón palpite

y descubra

que hay cosas que no pueden explicarse

sin el sentido común que las acerca.

Que uno no puede aislarse eternamente de sí mismo.

Que tanta explicación también entierra

sus propios latidos.

Y que con la muerte de la vida

la razón también muere.

 


 

 

viernes, 3 de marzo de 2023

El micro se alejaba del conurbano bonaerense. La colectora. 
La basura. 
Los pibes en las esquinas.
La calle del amor que nunca fue.
La esperanza de verlo, de encontrarlo... Pero no... ¿Para qué?
El micro borraba todo aquello que iba quedando atrás. 
Liniers. Y ese fin de año que le abrieron la cartera y le robaron el dinero de las compras. 
Otra vez la colectora. 
Como cuando viajaban en la moto hacia ninguna parte. 
Esa noche que él no llegó. 
Y ella perdió la confianza. 
El micro repasaba el territorio que le devolvía la confianza en sí misma. 
Iba en busca de un pedazo de tierra. 
Para convertirlo en "territorio". 
La tierra vida. Latiente. Sangrante. 
Y el territorio propiedad. Cosa. Loteo. 
Ya había perdido el sueño de la casa propia y compartida. 
La tierra abre su espacio, habitado o inhóspito. 
No todo había sido tan malo o tan lloroso... 
Los mates a la madrugada fueron buenos. El abrazo, el hombro donde apoyar su cabeza cansada de tantos pensamientos. La charla interminable. La charla ovillo. 
Todo el mundo le escapaba a las rutinas. Ella se enamoraba de las rutinas. 
Como el zorro del principito, ella necesitaba saber que él vendría a las 4, para estar esperándolo desde las 3. 
Pero uno se cansa de esperar. 
No. No es la espera lo que cansa. 
Es la sensación de convertirse en un objeto más, perdido entre todos los objetos de la vida de otro. 
Y allá, en el fondo de la vida de uno, decirse ¿Y a mí quien me espera? 
Esa pregunta atroz, se convierte de pronto en el viento que sopla la semilla, y la arroja hacia otra tierra. 
Valija, pasajes, micro, y la semilla vuela en busca del arraigo. En busca de esa tierra que la acune, de esa lluvia que la riegue. 
Amanece. En otro territorio. Otro espacio. El mismo sol, abriéndose a una vida nueva. 



sábado, 17 de diciembre de 2022

A un cambio de distancia

Como pez en el aire.
Como gato en el agua.
La asfixia dolorosa de no encontrar entornos.
La muerte irremediable.
Demasiadas palabras fluyendo por mí sangre, 
retorciendo la forma de explicar
lo que no tiene por qué ser explicado, 
hasta obligarme a abusar de mis silencios,
de mis absurdas síntesis,
de mis adioses.

Me enredo en mis propios caminos que se cruzan.

He piloteado naves tan difíciles...
He caído, profunda y brutalmente, a los vacíos ajenos...

Pero también he vuelto
como siempre regresamos todos:
al origen,
a los faros del alma,
a tocar una orilla del insondable océano del espíritu.

Luego de tanto vuelo y tanta búsqueda
aprendí a reencontrarme
con cielos conocidos,
y con la cruz del sur que marca el rumbo.
A disfrutar los ciclos
sin ansias y sin miedos,
porque al fin todo pasa y todo vuelve,
y algo queda en la tierra,
casi muerto, palpitando inviernos,
renaciendo como de la nada
frágil
seguro
imperceptiblemente para muchos,
en cada primavera.

En la jungla voraz
que es este mundo exigente de nadas,
aprendí que no existen secretos.
Que solo hay que saber aguzar el oído
y abrir la mente
para ver todo a un cambio de distancia.

Que el único deber obligatorio
es prepararnos para el siguiente paso
y atrevernos a darlo.



viernes, 11 de noviembre de 2022

Maimará

 

Me llevo en mi mirada la belleza ancestral de los cerros. Los cardones, guardianes milenarios de la espina dorsal de la América. El sol que quema, traspasa la piel hasta el centro del corazón mismo.

Vuela mi ser en el viento voraz que recorre todos los caminos, mientras se arraiga el alma a las tierras donde los ancestros construyeron vida y la civilización, muerte.

El cementerio donde los otros mundos brotan entre las flores que dejan los que quedan de este lado, homenaje y recuerdo.

Mañana volveré al dolor callado de mi ciudad ruidosa.

Valoraré la lluvia y los abrazos. Esos pequeños cuencos de vida entre la ciega prisa cotidiana.

Y llevaré en mi corazón el sol quemante de esta, nuestra América profunda.





viernes, 19 de agosto de 2022

Cuando buscás la frase, esa que pueda expresar en cinco palabras lo que te dejó una noche sin dormir... eso que te da vueltas en la cabeza por semanas y meses, y te desborda el pensamiento de palabras, y por eso no podés reducirlo a una frase...

Porque en el mundo actual no es una acción lo que vale más que mil palabras, sino una frase cortita, que no lleve a la acción, que no interpele, que sea tan carente de raíces que se pueda pasar de voz en voz, de mano en mano, y que a nadie le moleste porque, en fin, nada dice.

Ese instante donde entra en juego tu contradicción: ¿Cómo resumir en una frase clavel del aire tus palabras frondosas, profundas de raíces, tan parecidas a ese ceibo que, aunque le corten todas sus ramas nunca muere?

Te resignas, al fin, a no poder decir. Y los mismos que abogan por la libertad de expresión, son los que saben que su libertad se remite a cinco palabras fácilmente repetibles que sirvan para no pensar realidades adversas.

Te resignas a elaborar discursos que solo escucharás vos mismo,  enredado en  tus propios laberintos, desconociendo si alguna alma afín compartirá el sabor de tus profundidades y te ayudará a abrazar a un mundo cuyas superficialidades son la piedra en el cuello que lo ahoga.

No alcanza con saber que somos humanos, tenemos límites, limitaciones, nadando en un mar que prioriza la racionalidad económica y las relaciones de poder... No alcanza con saber que simplemente no está a tu alcance cambiarlo. A pesar de la aceptación, la realidad te duele.